Helado de Cereza
Alicia Cortés
Hoy decidí hacer algo que no he hecho en muchos años. Hoy decidí acompañar a mi madre a “hacer mercado”. Esto significa ir de feria en feria, de “casera” en “casera”, preguntando el precio del tomate, de la cebolla, de los duraznos. Comprando no a la que tenga el producto más barato, sino a la que mejor te trate. Las “cases” se saben el nombre de mi madre. Saben qué clase de limones lleva, cuántos kilos de uvas compra y por supuesto, saben que no le alcanza el dinero y que les pagará la semana que viene.
Cuando me ven con ella, sueltan frases como: “¡grande ya está tu wawita, case!” o “de bonita tu hijita”. Luego, proceden a saludarme por mi nombre y a mencionar que me conocen desde que soy pequeña. Sin pausa alguna, le ofrecen un producto a mi mamá, tratando de convencerla de que yo quiero ese producto. “¿No ve, reina? ¡Lleva cerezas para tu hijita!”. Ésta infalible estrategia de neuromarketing siempre termina conmigo cargando media libra de cerezas. Y es que me sorprende cómo estas vendedoras pueden conocer tanto a su cliente. Las grandes empresas invierten muchos recursos en crear relaciones de fidelidad con sus consumidores, pero éstas señoras lo logran en cuestión de semanas. Es una situación difícil de resolver si tu vendedora común te ve comprando en otro puesto que no sea el suyo.
Caminando entre los puestos, me pregunto qué hace esta diferencia. ¿Qué tienen las ferias artesanales o campesinas que no tengan las industrias alimenticias? Antes de llegar a una conclusión, escucho la voz de una mujer que interrumpe mis cavilaciones. “Mamacita, pasa por aquí, me ha llegado el queso que me habías pedido la semana anterior”. La dueña de la voz es una mujer anciana, de largas trenzas blancas y sonrisa amable. Sentada detrás de una mesa llena de todo tipo de lácteos, mira con intención a mi mamá. Nos acercamos y mientras nuestro producto es embolsado, la señora pregunta por mi edad, por mi hermana, por mi abuela. Ni siquiera mis amigos conocen a mi familia tan al dedillo como lo hace esta vendedora. Y esta acción responde a mis anteriores preguntas.
¿Qué tienen las ferias artesanales o campesinas que no tengan las industrias alimenticias? Humanidad. Contacto personal. Amistad. Cariño. Comodidad. Familiaridad. El helado de cereza que mi mamá hace sabe infinitamente mejor cuando sé que las frutas han sido compradas de Doña Charito, la vendedora de la feria de los sábados.
Es por esa razón que, al día siguiente, cuando acompaño a mi padre al supermercado, siento un cambio radical.
La entrada tiene unas amenazantes cámaras de seguridad que parecen seguirme. Los guardias portan bastones de plástico y armas cargadas. Los clientes trajinan como abejas asustadas, raudos en su andar, apresurados en todo momento. Los ayudantes del supermercado tienen unas sonrisas robóticas empotradas en la cara y la frase “¿puedo ayudarle en algo?” suena distante y aburrida. El tomate, la cebolla y los duraznos vienen encerrados en contenedores con los precios pegados en la tapa.
La luz es tan brillante que elimina la luz natural, atrapando al ambiente un limbo entre el día y la noche. El contacto con las personas es inexistente. Los cajeros sólo te dirigen la palabra para pedirte el dinero y sólo te miran si demoras mucho en entregar el pago.
Antes de salir, mi papá me ofrece un helado y yo, sin pensarlo, escojo el de cereza.
Definitivamente, no le llega ni a los talones al helado de mi mamá.
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